Anoche me marché a la cama muy temprano, justo después de cenar. Estaba enfadada porque mi equipo de fútbol había sido eliminado de la Copa del Rey. Los comentaristas de la televisión decían que el árbitro había perjudicado a mi equipo. No pude dejar de pensar en el árbitro cuando estaba durmiéndome y creo que, al final, el sueño que tuve fue debido a mi enfado.
Lo primero que recuerdo es que estaba en medio de un campo de fútbol. Era un campo verde, con las líneas perfectamente pintadas de blanco, inmenso y de lo grande que era, me parecía que estaba yo sola. Pero no lo estaba, pasados unos segundos pude ver que a mi derecha estaban los jugadores de un equipo, vestidos de rojo y próximos a una portería; en la portería de la izquierda, los jugadores de otro equipo estaban vestidos de azul. De pronto, oí el pitido de un silbato, que yo misma había soplado, y los jugadores de los dos equipos comenzaron a correr hacia mí. En ese momento miré hacia mis pies y vi un balón de fútbol. También vi que iba vestida como el árbitro de un partido de fútbol, con pantalones negros y camiseta rosa, pero no de un rosa cualquiera, el rosa era un rosa chicle, chillón, que se veía a kilómetros de distancia.
El público que llenaba las gradas cantaba, gritaba y movía sus bufandas rojas y azules. Cuando vi de cerca a los primeros jugadores corriendo, me asusté. Tenían sus caras enfadadas y me miraban como los guerreros miran a sus enemigos. Allí estaba yo, vestida de un color rosa “discreto”, lo idóneo para camuflarme para que no me vieran. Pero no pasó nada cuando llegaron los primeros jugadores, todos me dieron la mano y me sonrieron.
En ese momento, la pelota se había hecho más pequeña y los jugadores se habían transformado en jugadores de futbolín. Eran de madera, la mitad pintados de rojo y la otra mitad de azul, con una barra de hierro atravesando sus cuerpos. Sus caras eran ridículas, pero allí estaba el futbolín y allí estaba yo. De pronto, oí una voz que decía: “Señoras y señores, bienvenidos a la Copa del Mundo de Futbolín”. Entonces, aparecieron un tailandés enano vestido de rojo y un gigante ruso vestido de azul. Eran los dos finalistas y yo era el árbitro de la final.
De lo que ocurrió después no recuerdo mucho. No sé si fue una final disputada, no sé quién ganó, pero sí creo que yo debí hacerlo bien porque los dos finalistas me abrazaron y en sus idiomas me dijeron: “Gracias, lo has hecho muy bien”. Yo no sé hablar tailandés ni ruso, pero les entendí perfectamente.
Cuando me estaba despertando, he notado que estaba buscando una bola de futbolín entre las sábanas. Por supuesto, la bola no estaba.
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